Archivo: La visita de Charles Darwin a Castro
30 de noviembre: En la madrugada del domingo llegamos a Castro, antigua capital de Chiloé, actualmente ciudad triste y desierta. Se ven los rastros del plano cuadrangular común de las ciudades españolas, pero las calles y la plaza están en la actualidad recubiertas de una espesa capa de césped donde pastan los carneros.
La iglesia situada en el centro de la población, se halla completamente construida de madera y tiene un aspecto pintoresco y venerable. El hecho de que uno de nuestros hombres no pudo adquirir en Castro ni una libra de azúcar ni un simple cuchillo dará una débil idea de la pobreza de esa ciudad, aunque vivan aún en ella algunos centenares de personas. Ninguno de ellos posee ni reloj de bolsillo ni péndulo, y un anciano que tiene fama de calcular bien el tiempo, da las horas con la campana de la iglesia cuando a él se le place.
La llegada de nuestros barcos a ese retirado rincón del mundo fue un verdadero acontecimiento; todos los habitantes vinieron a orillas del mar para vernos alzar nuestras tiendas. Son muy corteses; nos ofrecieron una casa, y un hombre hasta nos envió como regalo un tonel de sidra.
Por la tarde nos dirigimos a visitar al gobernador , anciano muy amable, que por su porte, y su manera de vivir nos recordó bastante al campesino inglés. Por la noche empezó a llover con violencia y eso apenas si logró separar de nuestras tiendas a los mirones que de continuo las rodeaban. Una familia india que había venido en canoa desde Caylén para efectuar algunos cambios, había establecido su vivac cerca de nosotros. Esa pobre gente no tenía nada con qué abrigarse de la lluvia. Al llegar la mañana, le pregunté a un joven indio, que se hallaba empapado hasta los huesos, cómo había pasado la noche. Pareció muy satisfecho y con la más sencilla ingenuidad, me contestó: Muy bien señor ( en castellano en el original)
Charles Darwin: “Chiloé”, Santiago de Chile, 1998, pp
20-21
La iglesia situada en el centro de la población, se halla completamente construida de madera y tiene un aspecto pintoresco y venerable. El hecho de que uno de nuestros hombres no pudo adquirir en Castro ni una libra de azúcar ni un simple cuchillo dará una débil idea de la pobreza de esa ciudad, aunque vivan aún en ella algunos centenares de personas. Ninguno de ellos posee ni reloj de bolsillo ni péndulo, y un anciano que tiene fama de calcular bien el tiempo, da las horas con la campana de la iglesia cuando a él se le place.
La llegada de nuestros barcos a ese retirado rincón del mundo fue un verdadero acontecimiento; todos los habitantes vinieron a orillas del mar para vernos alzar nuestras tiendas. Son muy corteses; nos ofrecieron una casa, y un hombre hasta nos envió como regalo un tonel de sidra.
Por la tarde nos dirigimos a visitar al gobernador , anciano muy amable, que por su porte, y su manera de vivir nos recordó bastante al campesino inglés. Por la noche empezó a llover con violencia y eso apenas si logró separar de nuestras tiendas a los mirones que de continuo las rodeaban. Una familia india que había venido en canoa desde Caylén para efectuar algunos cambios, había establecido su vivac cerca de nosotros. Esa pobre gente no tenía nada con qué abrigarse de la lluvia. Al llegar la mañana, le pregunté a un joven indio, que se hallaba empapado hasta los huesos, cómo había pasado la noche. Pareció muy satisfecho y con la más sencilla ingenuidad, me contestó: Muy bien señor ( en castellano en el original)
Charles Darwin: “Chiloé”, Santiago de Chile, 1998, pp
20-21
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